This post is also available in: Français (French) English العربية (Arabic)
Venía de cubrir la guerra en Ucrania y tenía que dar una conferencia sobre reporterismo de conflictos en una ciudad española. Suelo viajar ligera de equipaje, especialmente en ese tipo de coberturas, en las que solo el chaleco y el casco antibalas pesan más de veinte kilos. Así que pronuncié mi exposición con los pantalones y el jersey térmicos con los que había pasado varias semanas trabajando en el Donbás. Al finalizar el acto, se me acercó el responsable de la retransmisión en vivo del evento. Interrumpió la conversación que estaba manteniendo con una de las organizadoras para darme la enhorabuena por mi intervención y, sobre todo, para hacerme saber que mi aspecto físico no encajaba con el de una reportera de guerra. El hombre gesticulaba con las manos mis curvas, mi altura y solo atinó a decir dos palabras: “Con ese pelito”, en referencia a mi melena rubia.
No solo necesitaba compartir conmigo su ignorancia sobre la larga lista de reporteras -de todas las edades y aspectos- que han cubierto conflictos desde principios del siglo XX, sino que se creía con el derecho a comentar mi cuerpo.
Cubrí mi primera guerra en Líbano en 2006 y, desde entonces, he viajado más de una veintena de países para realizar coberturas de conflictos y crisis humanitarias. Y en todo este tiempo, las mayores muestras de machismo las he sufrido en mi país, España, como ciudadana y como profesional.
Cuando trabajas en contextos dominados por la impunidad, es habitual que las víctimas de la violencia sientan que prestar testimonio será la única forma de reconocimiento que vivirán. Cuando el ser humano asiste el horror más absoluto, cuando experimenta los actos más atroces, necesita ponerle palabras a lo indescriptible y ser escuchado por otras personas para que así haya más testigos de la infamia. Esa escucha activa por parte del periodista es un acto de reconocimiento de su dignidad humana y de que nadie nunca jamás debería experimentar algo así. Por eso los periodistas jamás deberíamos caer en la trampa del narcisismo o la egolatría, porque no nos lo cuentan a nosotros como individuos, sino porque representamos a una sociedad que considera intolerable lo narrado, porque somos el canal para que el rugido de las entrañas por la muerte del hijo, por la violación como arma de guerra, por la destrucción del hogar no se quede atrapado en sus gargantas. Y en esas realidades, quienes han sufrido graves violaciones de derechos humanos, salvo casos excepcionales de fundamentalistas religiosos, no hacen distinciones a la hora de prestar testimonio entre reporteros hombres y mujeres.
Pero eso no significa, como han sostenido algunas colegas, que las mujeres que cubrimos conflictos seamos percibidas como un tercer género: somos mujeres, a las que los potenciales agresores nos tratan como iguales mientras trabajamos en contextos controlados. Pero cuando el caos se desata y la turba favorece el anonimato y la impunidad, somos tratadas como lo que somos: mujeres. Como ocurrió, por ejemplo, en la plaza egipcia de Tahrir durante las protestas, en la que fueron violadas varias periodistas, o en el Ejército estadounidense. O cuando los Estados o los actores armados quieren amedrentar a una periodista, a menudo eligen el arma de guerra más empleada contra las mujeres, la violencia sexual, como ocurrió con Jineth Bedoya. Somos mujeres, antes que periodistas. Y si a nosotras se nos olvida, siempre habrá algún hombre dispuesto a recordárnoslo.
Por eso los periodistas jamás deberíamos caer en la trampa del narcisismo o la egolatría, porque no nos lo cuentan a nosotros como individuos, sino porque representamos a una sociedad que considera intolerable lo narrado, porque somos el canal para que el rugido de las entrañas por la muerte del hijo, por la violación como arma de guerra, por la destrucción del hogar no se quede atrapado en sus gargantas.
El verdadero rostro de la guerra
Quienes también hacen distinciones por razón de género son los responsables de espacios de decisión política, en los que siguen operando las mismas relaciones de poder y, consecuentemente, donde estamos más expuestas al machismo imperante. Y donde, a veces, aun siendo feministas, tenemos que seguir haciéndonos las tontas para conseguir la información que necesitamos o el acceso a determinados ámbitos, a menudo, masculinizados, como el Ejército y, especialmente, el frente de los conflictos.
Y, paradójicamente, es ahí donde, a menudo, nuestro rol de género nos permite acceder al verdadero rostro de la guerra, el que intentan ocultar los gobiernos porque no encaja con la propaganda bélica y que, desgraciadamente, sigue dominando parte de la cobertura informativa que cuenta las guerras como partidas épicas de videojuegos. Cuando las reporteras conseguimos pasar tiempo con los soldados que, por ejemplo, son heridos en el frente, y hacerlo en espacios en los que no se sienten observados por sus compañeros y superiores, es cuando comparten sus verdaderas impresiones sobre la guerra. Así lo pude comprobar viajando con ellos en la ambulancia en la que voluntarios extranjeros trasladaban a soldados heridos en el frente a los hospitales de campaña. Durante aquellos trayectos, los soldados que estaban heridos pero que preferían hablar para olvidar el dolor, repetían que no querían seguir combatiendo, que estaban agotados de ver morir a compañeros, de pasar frío, miedo, hambre y sueño en las trincheras, que solo querían que su gobierno negociase con Rusia para acabar cuanto antes la guerra y poder volver a sus casas junto a sus seres queridos. Y lo contaban con libertad porque sentían que ante una mujer no tenían que mantener la falacia heteropatriarcal del soldado heroíco dispuesto a morir por la patria. Y precisamente, fue en aquellos traslados donde presencié la verdadera heroicidad de los soldados en la guerra: la forma en la que se cuidan y consuelan entre sí. Especialmente, durante la agonía que sufrían antes de morirse ante nuestros ojos.