This post is also available in: Français (French) English العربية (Arabic)
" Las trabajadoras internas vivimos la vida de quienes cuidamos, no tenemos vida propia”.
Graciela Gallego Cardona llegó a España procedente de Colombia hace 22 años. Desde entonces, ha pasado diecisiete atendiendo a personas mayores en régimen interno. Una situación que se le hizo insoportable cuando el 8 de marzo de 2018 abrió la ventana de la cocina de la casa en la que trabajaba y al ver la reja sintió que llevaba buena parte de su vida encarcelada.
Fue el año de la gran revuelta feminista en España y las trabajadoras domésticas migrantes llevaban años siendo un motor fundamental de este movimiento. Una de los grandes éxitos de aquella convocatoria fue la huelga de cuidados y, para visibilizarla, decenas de miles de mujeres colgaron delantales en los balcones. También muchas que, como Gallego, no podía secundarla porque tenía que seguir cuidando. “Me costó mucho conseguir el permiso de la persona con la que trabajaba como interna para que me dejase colocarlo. Cuando abrí la ventana y vi los barrotes me dio una cosa muy rara. Me sentí en una cárcel y por primera vez pensé: ‘Claro, como me manejo bien, me dan los sábados y los domingos libres”. Lo explica un lustro después, sentada frente al Museo Reina Sofía de Madrid, la ciudad en la que lleva viviendo casi la mitad de su vida. “Trabajamos en soledad, cuidando a personas que también sufren una soledad no deseada”, añade.

Poco después de comenzar la conversación, Gallego quiere subrayar que, en general, ha tenido contratadores respetuosos. Y aun así, cuanto más tiempo pasa desde que dejó el régimen interno, más claro tiene que es “una forma de esclavitud moderna, amparada además por la Ley de extranjería, que nos obliga a meternos de internas tres años para conseguir en ese tiempo una oferta de trabajo y así podernos regularizar”.
En España, hay tres vías para conseguir el permiso de trabajo y residencia: comprar una vivienda de más de medio millón de euros, conseguir una oferta de trabajo de cuarenta horas semanales y un año de duración o, la más habitual, sobrevivir, al menos, tres años en la clandestinidad antes de poder solicitarlos. Un periodo de total desprotección y vulnerabilidad ante todo tipo de abusos, y en el que las personas migrantes pueden ser detenidas, encerradas en las cárceles llamadas CIE y deportadas.
El envejecimiento de la población española y europea, la incorporación de las mujeres al ámbito laboral sin una implicación proporcional de los hombres en el ámbito de los cuidados, así como las cada vez más largas jornadas laborales han fomentado en las últimas tres décadas las llamadas “redes transnacionales de trabajo”. Mujeres procedentes de países empobrecidos migran al Norte Global donde son empleadas en los sectores más precarizados -como es la agricultura, la hostelería y los cuidados– mientras parte de su familia depende de las remesas que ella envía. Un fenómeno inseparable de la globalización con multitud y diversas consecuencias.
El trabajo doméstico y, especialmente, en régimen interno –es decir, que duermen y viven en la vivienda y con las personas con las que trabajan– es uno de los sectores en los que se cometen más abusos y con mayor impunidad: salarios miserables, falta de alimentos, falta de tiempo libre, vejaciones, violencia física, psíquica. Tras la crisis de 2008, las condiciones empeoraron hasta el punto de que se encontraban anuncios en los que se ofrecía casa y comida a cambio de cuidar a personas mayores. Hubo quien no tuvo otro remedio que aceptarlo.
Según el Ministerio de Igualdad, en España hay unas 600.000 personas dedicadas al trabajo doméstico, el 95,5% de ellas mujeres. De estas, solo 376.000 estaban dadas de alta en la Seguridad Social a principios de 2023.
“De la protesta a la propuesta”
Graciela Gallego dejó definitivamente el trabajo como interna el 28 de febrero de 2020, apenas dos semanas antes de que se declarase el estado de alarma por la pandemia de COVID-19. Para llegar a esa decisión fue necesaria una década de activismo en una red de organizaciones creadas por trabajadoras domésticas migrantes que han conseguido una revalorización social de los cuidados y la aprobación de leyes que les reconocen derechos básicos. Y cuando Gallego lo tuvo claro, también sabía cuál era su lugar: la cooperativa La Comala.

“Creamos La Comala por la necesidad de justicia social”. Yamileth Chavarría Mendieta se define como nicaragüense, campesina y feminista radical. Fue una de las impulsoras de esta cooperativa integrada ahora por 17 trabajadoras. “Para nosotras la economía social feminista es esencial. No tenemos clientes, sino usuarios y ususarias que quieren que las mujeres que cuidan a sus hijos, a sus familiares mayores o a su hogar tengan condiciones dignas, que puedan conciliar para que los hijos de estas tengan una buena educación con la que aporten a este país. Es una alianza”, explica quien tuvo que salir de Nicaragua hace once años para poner su vida a salvo.

Chavarría había montado una asociación llamada la Casa de la Mujer que se hizo muy conocida por un radio-drama que emitían para combatir las violencias machistas. ‘La bruja mensajera’, como se llamaba, era muy popular y las amenazas de muerte que recibía por parte de los maltratadores se sumaron las que le llegaron por su lucha contra la construcción de una represa. “Vine por un año a España para descansar y hacer un posgrado de teatro-terapia y aquí sigo”, explica sin dejar de sonreír.
Pronto, montó el colectivo Brujas Migrantes porque “lo que necesita una mujer cuando migra es la cercanía. Uno echa de menos todo. Por eso en las cocinas vas a encontrar los productos de su país. Necesitan acogida, respeto y reconocimiento de que lo que aportan al lugar en el que ahora viven es importante”, explica. “Pero también necesitan reírse y para eso tenemos las letanías de protesta, una forma de manifestar lo que nos inconforma desde el humor”. Por ejemplo, la falta de derecho de las trabajadoras internas a una vida sexual.
Tabúes que Brujas Migrantes han ido desmontando en estos años junto a otros colectivos como Territoria Doméstica en reuniones los fines de semana, cuando algunas de ellas libraban y podían encontrarse para compartir experiencias, pensar alternativas conjuntamente y organizar la lucha política. Por eso, cuando en 2018 España se convirtió en el epicentro de la revuelta feminista, las trabajadoras migrantes del ámbito doméstico estaban en las cabeceras de las manifestaciones: llevaban años impulsando una actualización del movimiento, señalando el colonialismo, clasismo y racismo que lo atravesaba. Gracias a ellas, se entendió que significaba en la práctica la interseccionalidad.

“Cuando en 2012 nos manifestábamos en la Puerta del Sol para pedir que España suscribiera el Convenio 189 de la Organización Internacional del Trabajo no llegábamos a 30 personas. Diez años después, la hemos llenado y hemos conseguido que el Gobierno de España lo ratifique. Ahora cotizamos en el régimen general, tenemos derecho al paro, podemos enfermar sin morirnos de hambre y tener una jubilación en condiciones. Nos falta mucho, pero hemos demostrado que se puede transformar la realidad”. Quien habla es alguien que, como Chavarría, también tuvo que dejar su país para no ser asesinada por su activismo. Mercedes Rodríguez llegó a España desde Colombia hace 25 años mediante un programa de acogida temporal de defensores de derechos humanos de Amnistía Internacional. Salvó su vida, pero durante años se sintió en un paréntesis. Hasta que decidió que “no tenía derecho a volver a desarraigar a su hijo”. Y se quedó. Pese a que el Gobierno español no le convalidó sus títulos universitarios, a que nadie le avisó de que, por tanto, el máster que cursó en una universidad española no le valdría para nada, y de que le tocaría sufrir el racismo con el que a menudo son tratadas las trabajadoras domésticas.
“Durante años milité en Amnistía Internacional y en contra de la guerra en Mujeres de Negro. Pero tenía un vacío al que no sabía ponerle palabras. Hasta que construimos la Red de Mujeres Latinoamericanas y del Caribe”. Posteriormente conformaron Brujas Migrantes y pensaron que era urgente crear una cooperativa, especialmente para las mujeres mayores de 50 años para las que el trabajo interno se hace demasiado duro. Durante dos años, cinco de ellas se formaron en economía social, diseñaron planes de viabilidad y de negocio hasta que la constituyeron. Y desde entonces no les ha faltado el trabajo gracias al boca oreja. “Como decimos en Colombia, pasamos de la protesta a la propuesta”, sentencia Rodríguez.
Buscadoras y defensoras de derechos

Otra de sus integrantes es Norma Chavarría, comunicadora social con más de 10 años de experiencia en producción radiofónica y comunicación digital. Tuvo que abandonar Nicaragua por su participación en las protestas de 2018. Desde entonces, el régimen de Daniel Ortega ha llegado a tener encarceladas a más de 1300 personas por participar en ellas o apoyarlas, ha forzado al exilio a más de 100.000, según ACNUR, y retirado la nacionalidad a más de 300.
Aunque se suela poner el énfasis en la búsqueda de mejoras económicas, muchas de las mujeres consideradas migrantes en Europa huyen de distintas formas de violencia, de represión y buscan derechos. “Yo nunca quise migrar, así que primero tienes que pasar el duelo, la rabia. Y a la vez tienes que trabajar porque aquí necesitas mucho dinero para sobrevivir”, explica, como el resto de sus compañeras, en uno de sus ratos de descanso. Sentada en el parque del Retiro, subraya que la cooperativa La Comala “les respalda como ser humano y como trabajadora en el presente y en el futuro, porque les ayuda y forma en la importancia de cotizar en la Seguridad Social”.
Una de las características de las integrantes de La Comala es que, en su mayoría, trabajan en red con otras organizaciones y participan en distintos espacios para combatir las discriminaciones que sufren las trabajadoras domésticas y las mujeres migrantes. “En la Red de Mujeres Latinoamericanas y del Caribe estamos en un proyecto para identificar las violencias que sufrimos cuando vamos a la Administración a gestionar documentación. Tuvimos el caso de una muchacha que acudió a la Policía para denunciar a una persona que la estaba violentando. Le exigieron que pusiera la denuncia para actuar y, después, como no tenía papeles, le metieron en la lista de deportaciones”, denuncia alguien a quien le ha sorprendido el racismo estructural del país y el odio que los grupos de derechas azuzan contra los migrantes. “Cuando veo que alguien discrimina a otra persona intervengo, digo algo, porque me duele y me molesta mucho. Nosotros pagamos nuestros impuestos aquí y así queremos que sea para que el sistema también nos proteja”, expone con una lógica aplastante.
El trabajo interno a debate
Durante la pandemia, se visibilizó el valor esencial del trabajo de los cuidados, imprescindible para la supervivencia. Cuando muchas trabajadoras de las residencias de ancianos se dieron de baja tras contraer el covid o por miedo a enfermar, las empresas gestoras contrataron a quienes hasta entonces no habían contemplado por racismo o transfobia: mujeres migrantes, negras y trans. Pero hubo otro problema. Con las aulas cerradas, muchas trabajadoras domésticas tenían que dejar solos a sus hijos en casa para seguir acudiendo a cuidar a sus contratadores. Y, a la vez, muchas internas fueron despedidas porque al estar confinadas, algunas familias decidieron ahorrarse ese dinero y cuidar ellas de sus padres o madres.
Desde hace años, hay quienes defienden la abolición del régimen interno porque incumple derechos fundamentales como la jornada de 8 horas. Pero integrantes de La Comala como Gallego, que lo vivió durante 17 años, consideran que no hay que empezar la casa por el tejado: “Si vienes a Madrid donde te cobran entre 300 y 400 euros por una habitación y te pagan unos 800 o 1000 euros de salario, ¿cómo vas a vivir? Y si, además, tienes obligaciones en tu país de origen, la escapatoria para esa persona es el régimen de interna”. Por ello, Gallego estima que primero hay que derogar la Ley de extranjería y poner en marcha políticas públicas de apoyo a los cuidados. “Tiene que haber ayudas para que las familias puedan contratar a tres personas en aquellos casos en los que se necesita a alguien al lado permanentemente, que son muchos. Y ese gasto no lo cubre una pensión”.
La experiencia más humillante vivida por Gallego en aquel periodo fue el día en el que la contratante le dijo que dormiría en una tienda de campaña en el jardín del chalet al que acababa de llegar. “Me negué en rotundo”, dice sin dar crédito todavía.
Y, pese a todo, subraya que la situación ha mejorado en los últimos veinte años. Y no solo por la mejora normativa, sino también por la consideración social que se tiene de su trabajo. “Cuando llegué a España, muchas compañeras traían a los hijos por reagrupación familiar y tenían que dormir con ellos en la misma habitación. Las contratatadoras les pedían a cambio que limpiasen las casas de sus respectivos hijos, por ejemplo”. La firma del Convenio 189 de la OIT también ha supuesto la desaparición de la figura jurídica del desistimiento, por la que las trabajadoras del hogar eran las únicas que podían ser despedidas sin ningún tipo de justificación ni indemnización. Todo ello ha sido resultado de la larga lucha que han sostenido y en la que no siempre se han implicado el resto de movimientos de derechos humanos y feministas en el grado en el que les correspondería.
Gallego se prepara para ir a cuidar a Luisa Fernanda, con la que pasa cuatro horas cada tarde. “Ahora trabajo mucho con personas con alzheimer. El acompañamiento tiene que ser de calidad”, expone con interés. Y antes de despedirse, añade: “Me gustaría que la sociedad se sensibilizara un poco más sobre la importancia de los cuidados, sobre el Estado del Bienestar que proporcionamos y que contratase más a través de cooperativas. No podemos competir con grandes empresas como las de Florentino Pérez (el presidente del Real Madrid). Pero a nosotros nos importan los cuidados y las personas ”.
Esta investigación fue realizada gracias al apoyo de la Oficina de Túnez de la Fundación Rosa Luxemburgo.